jueves, 17 de marzo de 2011

José Mármol

Amalia

[Casa de Amalia]

(...) Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado, de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco, era tan espeso que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa, de caoba labrada, de cuatro pies de ancho y dos de alto, se veía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de Cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se desprendían las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de plata, tan leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo del sol.
Entre la cama y el muro de la pared había una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal, una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul, marcado a fuego, y delante de la cama, estaba extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. A los pies de la cama se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego, una papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al gabinete contiguo a la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro en forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y solitario templo de una belleza. Y, por último, una mesa de palo de naranjo apenas de dos pies de diámetro, colocada a la extremidad de la otomana, contenía, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y de una estrechez proporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto a ésta. (...)


[Casa de Rosas]

(...) En el zaguán de esa casa, completamente oscuro, había, tendidos en el suelo, y envueltos en su poncho, dos gauchos y ocho indios de la Pampa, armados de tercerola y sable, como otros tantos perros de presa que estuviesen velando la mal cerrada puerta de la calle.
   Un inmenso patio cuadrado y sin ningún farol que le diese luz, dejaba ver la que se proyectaba por la rendija de una puerta a la izquierda, que daba a un cuarto con una mesa en el medio, que contenía solamente un candelero con una vela de sebo, y unas cuantas sillas ordinarias, donde estaban, más bien tendidos que sentados, tres hombres de espeso bigote, con el poncho puesto y el sable a la cintura, y con esa cierta expresión en la fisonomía que dan los primeros indicios a los agentes de la policía secreta de París o Londres, cuando andan a caza de los que se escapan de galeras, o de forajidos que han de entrar en ellas.
    Del zaguán doblando a la derecha, se abría el muro que cuadraba el patio, por un angosto pasadizo con una puerta a la derecha, otra al fondo, y otra a la izquierda. Esta última daba entrada a un cuarto sin comunicación, donde estaba sentado un hombre vestido de negro, y en una posición meditabunda. La puerta del fondo del pasadizo daba entrada a una cocina estrecha y ennegrecida; y la puerta de la derecha, por fin, conducía a una especie de antecámara que se comunicaba con otra habitación de mayores dimensiones, en la que se veía una mesa cuadrada, cubierta con una carpeta de bayeta grana, unas cuantas sillas arrimadas a la pared, una montura completa en un rincón; y algo más que describiremos dentro de un momento. Esta habitación recibía las luces por dos ventanas cubiertas por celosías, que daban a la calle; y por el tabique de la izquierda se comunicaba con un dormitorio, como éste a su vez con varias otras habitaciones que cuadraban el patio a la derecha. En una de ellas, alumbrada, como todas las otras, por algunas velas de sebo, se veía una mujer dormida sobre una cama, pero completamente vestida, y cuyo traje abrochado hacía dificultosa su respiración.
   En el cuarto de la mesa cuadrada había cuatro hombres en derredor de ella. El primero era un hombre grueso, como de cuarenta y ocho años de edad, sus mejillas carnudas y rosadas, labios contraídos, frente alta pero angosta, ojos pequeños y encapotados por el párpado superior, y de un conjunto, sin embargo, más bien agradable pero chocante a la vista. Este hombre estaba vestido con un calzón de paño negro, muy ancho, una chapona color pasa, una corbata negra con una sola vuelta al cuello, y un sombrero de paja cuyas anchas alas le cubrirían el rostro, a no estar en aquel momento enroscada hacia arriba la parte que daba sobre su frente. (...)
   En un ángulo de esta habitación se veía otra figura humana, y al parecer con vida. Era ella la de un viejecito de sesenta a sesenta y dos años de edad, de fisonomía enjuta, escuálida, sobre la que caían los guedejas de un desordenado cabello, casi blanco todo él, y cuyo cuerpo flaco, y algo contrahecho, por la elevación del hombro izquierdo sobre el derecho, estaba vestido con una casaca militar de paño grana, cuyas charreteras cobrizas, con sus canelones más decrépitos que el portador de ellas, caían de los hombros, la una hacia el pecho y la otra hacia la espalda. Una faja de seda roja, rala y mugrienta como la casaca, le ataba a la cintura un espadín, que parecía heredado de los primeros cabildantes del virreinato; y un pantalón de color indefinible, y unas botas lustradas con barro, completaban la parte ostensible del vestido de aquel hombre, que sólo mostraba señales de vida por las cabezadas que daba, en la terrible lucha que había emprendido con el sueño.
   En el ángulo opuesto, hacia espaldas del hombre del sombrero de paja, había en el suelo el cuerpo de un hombre, enroscado como una boa. Era ese hombre un mulato gordo y bajo al parecer, pero indudablemente vestido con el manteo de un sacerdote (...)

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