jueves, 17 de marzo de 2011

Álvaro Abós

Señores y señoras [1]

-Señores y señoras: tengan ustedes la completa seguridad de que quien les habla no es ningún improvisado en el tema de la presente conferencia. Muy por el contrario, pueden ustedes confiar en que, dentro de su humildad. Tachar. Pueden ustedes estar seguros de que, modestia aparte, quien les habla conoce el tema. Y ese conocimiento no proviene de puras especulaciones teóricas o de saberes adquiridos en otro lado que no sea la pura experiencia. La experiencia, señores y señoras, es la verdadera madre del saber. El saber es hijo del estudio. El vicio es el padre es del ocio. Tachar todo desde experiencia. La experiencia, señores y señoras, y el trabajo constante y la aplicación y la responsabilidad es lo único que fundamenta el éxito de nuestro trabajo. Porque el nuestro, debo apresurarme a afirmarlo y lo haré con todo el énfasis que ustedes han de permitirme, es un trabajo delicado, más aún, delicadísimo. Lo nuestro, señores, tiene mucho de cirujano. Y lo digo por la finura, por la delicadeza, por el toque justo, por el movimiento perfectamente coordinado. La importancia de la tarea bien hecha. No todos lo ven así. Eso debemos reconocerlo. Muchos, desgraciadamente, están tirando abajo nuestro prestigio. Y eso es lamentable. Porque, señores, debo decirlo de una buena vez. Existe más de uno, sí señores, sí lo digo y lo repito. Tachar. No debo exaltarme ni alza la voz.
   El hombre tenía una jarra de agua y una copa sobre la mesa. Con la vista recorrió un imaginario auditorio, escrutando las caras del público fantasmal.
   -Más de uno ha quedado, después, amigo. Esto le ha pasado al que habla. Quedar amigo. Porque ¿qué debe entenderse por amigo? Acaso, ¿no es alguien por el que se siente algo? ¿Un sentimiento? ¿Odio? No, odio, no, de ninguna manera, eso es un error, odio. Si ustedes me lo permiten, intentaré explicarlo. Esto. Cuando él viene, cuando a él lo traen, ya está directamente destrozado y aún no le tocaron un pelo. ¿Y saben ustedes por qué sucede esto, señores? Porque todo es una cuestión mental. Y ustedes pueden compararlo, aunque nada tenga que ver, con la acupuntura china, esa ciencia milenaria. Lo nuestro es parecido. Encontrar el punto exacto. El momento preciso. La situación adecuada. El receptor maduro para que reaccione como se pretende. El estímulo es lo de menos. Los chinos usan un pequeño pinchazo. Nosotros… Es mental. Señores: si ustedes quieren saber lo que es esto exactamente imagínense que deben ir al dentista. Usted, amigo mío, cierra los ojos, escucha el torno y aunque el dentista le toque las encías con una pluma de paloma, usted pega un salto hasta el techo. Por eso, señores, cuando lo traen, ya llega destrozado, por lo que ha pensado, por lo que le contaron, por lo que imaginó y puedo asegurar que todo eso no es cuento. Para él, cada palabra, cada recuerdo es como una puñalada. Para él ése es el peor momento. Cuando lo traen. Es como si a ustedes les fuera a operar. ¿Qué piensan cuando están por aplicarles la anestesia? ¿Y si no se despiertan? ¿Y si el cirujano se equivoca? ¿Y si durante la operación les viene un paro cardíaco? Les ponen la anestesia, la realidad se va borrando y ése es el peor momento. Esto, señores y señoras, esto es igual. Cuando lo traen. En un segundo es capaz de vivir todo lo que va a sucederle durante horas. Y entonces, enloquece de miedo. Y entonces, ¿saben ustedes lo que hace?
   Una sombra pareció atormentar el rostro del hombre. Llevó su mano crispada a la frente. Luego, levantó la mirada y la clavó en algún punto distante. Yo no podía dejar de mirarlo fascinado.
   -Se concentra, aprieta los puños, se pone hecho una piedra. Se pone duro. Pero aguanta. Tengan en cuenta que la cosa aún no ha empezado. Estamos él y yo. Y él es un bloque hermético, un acorazado humano. Mirándome fijo pero sin verme, porque está concentrado. Apretando los ojos para no verme. Resistiendo ya. En ese momento yo, si quiero, lo mando salir, lo dejo ir. Sin haberlo tocado. Sin decirle una palabra. ¡Y él se iría destrozado! Destrozado. Se destrozó él mismo. Se lo imaginó todo, las peores cosas. Ya las vivió en su cabeza. Pero, señores, perdonen ustedes que a veces las divagaciones me alejen del tema central de estas mal hilvanadas palabras. Vuelvo a la situación que les estaba relatando. Él y yo solos. Dos extraños. Él, cerrado, aislado, petrificado. Imagínense ustedes que empiezo a hablarle. Le quiero dar un cigarrillo. Nada. Cuento la historia de mi vida. Le describo la muerte de mi madre. Como si hablara con una estatua. Puedo regalarle dinero. Puedo hacer cualquier cosa y nada. Yo no existo. ¿Y saben por qué no existo? Porqué él no me ve, no me oye. Sólo ve y oye lo que se imagina. Lo que le va a pasar. Entonces comienzo a trabajar. Trabajo. En la forma que yo lo hago. ¿Él? Nada. ¿Sufrimiento? ¿Dolor? Señores, permítanme ustedes que les pregunte una cosa. ¿Nunca les dolió el estómago? ¿Nunca sufrieron retortijones? ¿Nunca les dolió la cabeza y le dijeron a sus mujeres que no podían más? ¿Cuántas veces, jugando al fútbol, recibieron un pelotazo en el bajo vientre? ¿Cuántas veces se dieron con el martillo en un dedo? El dolor, el dolor, señores, ¿qué es el dolor? Las cosas, queridos amigos, son muy relativas, de todo se hace demasiada historia y yo, permítanme ustedes el atrevimiento que me tomo al decirles esto, yo, de las palabras ya estoy cansado. Yo, a él lo trabajo. Y él, entonces, sale de su coraza. Porque en ese momento deja de pensar. Se le vacía la cabeza. Mejor dicho, comienza a pensar en otra cosa, en el momento en que todo vaya a terminar, en que yo diga basta. Pero ya es distinto. Ya existo, ahora, para él. Ya somos dos. Yo y él. Ya no puede quedarse encerrado. Tiene que mirarme, tiene que sentirme, tiene que estar pendiente de mí. Pensando en mí. En su cabeza, él piensa: ahora va a terminar. Por mí, ¿me comprenden ustedes? Ahora, él no va a seguir más. Todo por mí, ¿se dan cuenta ustedes? Él se ocupa de mí, existe para mí. Me pide que termine. Aunque no hable, me lo está suplicando en su cabeza. Es algo que no puede ocultar, es como si dibujase las palabras en el aire. Antes, yo no existía. Ahora, sólo existo yo para él. Y en ese momento, yo termino. De pronto, el náufrago ve el humo del barco a los lejos. ¿Comprenden lo que es ese momento? De pronto, al condenado a muerte le llega la noticia: indulto. La vida, la esperanza. Yo termino y él se da cuenta. ¿Saben ustedes lo que es eso?
   El hombre hizo una pausa. Levantó la vista un momento. Cerró los ojos como si invocase a una inspiración huidiza. Con la mano dibujó un gesto circular. Vertió agua en la copa y se mojó los labios.
   -Quizá piensen ustedes en el estado en que se encuentra. No, señores, eso no tiene ninguna importancia. Es suficiente con que le quede en los ojos una pequeña chispa. Si habré vivido ese momento, señores míos, queridos amigos que en esta tarde comparten conmigo estos momentos de perdurable. Tachar. Queridos amigos que han tenido a bien compartir estas confidencias. Ese momento, amigos, es sublime. Y perdónenme que emplee palabras que nunca me han gustado. Es ese momento estamos tan cerca uno del otro. En ese momento siento en él… agradecimiento, cariño, emoción. Al fin y al cabo no fue tan tremendo. Y terminó. Puedo asegurarles que en ese momento yo, que conozco la dicha de ser padre, me siento hacia él como un padre… aunque él sea mucho mayor que yo. Veo esa mirada húmeda, esa sensación caliente, ese temblor. Hay veces en que casi no lo soporto, porque yo, señoras y señores, aquí donde me ven, y perdonen el atrevimiento, yo soy muy sensible. Sí, en ese momento él y yo somos amigos. Si le doy un cigarrillo no va a mirarme como si yo no existiera, si le hablo va a escucharme, hemos dejado de ser extraños. Somos dos prójimo, dos -y lo repito aunque a ustedes, señores y señoras, les sorprenda y se sonrían- dos amigos. Y les puedo asegurar una cosa. Sensaciones como ésta no sé si habrá muchas. Nada más. Sensaciones semejantes no afirmaría que fueran numerosas. Nada más. Sensaciones así, señores y señoras, puedo asegurarles que no abundan. He dicho.
   El hombre desconectó el aparato. Se levantó. Inclinándose hacia adelante, doblándose como un muñeco mecánico, ensayó una reverencia. En sus oídos parecían resonar imaginarios aplausos, cerrados, densos como un trueno. El hombre juntó sus notas, se secó la transpiración, se ciño el reloj en la muñeca, miró a un costado y a otro, como si saludara a alguien con leves movimientos de cabeza. Murmuró:
   -Cuando tengo que pronunciar una conferencia, me gusta ir bien preparado…
   Y dicho esto, se dirigió hacia mí, que lo había escuchado sentado en aquella silla, las manos y los pies atados, una mordaza en la boca, él y yo solos en la habitación, uno frente al otro. Se dirigió hacia mí, encendió la fuerte luz que caía directamente sobre mis ojos, cegándome. Y tomando en sus manos el instrumento punzante se acercó a mí, se acercó, mientras yo lo miraba con espanto.


[1] En De mala muerte (1986), ediciones de la Flor.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Quien es el narrador de este cuento y cuantos narradores se observan en este cuento

Unknown dijo...

Hacía quien dirigía el discurso?

Anónimo dijo...

Que situación se describe

Anónimo dijo...

Nececito la respuesta :(