martes, 29 de marzo de 2011

García Canclini

Para qué sirven los ritos: identidad y discriminación [1] (fragmento)

Algunos autores mexicanos, entre ellos Carlos Monsiváis y Roger Bartra, han demostrado, a propósito de otros discursos -la literatura, el cine-, que ciertas representaciones de lo nacional se entienden más como construcción de un espectáculo que como correspondencia realista con las relaciones sociales. “Los mitos nacionales no son un reflejo de las condiciones en que vive la masa del pueblo”, sino el producto de operaciones de selección y la “trasposición” de hechos y rasgos elegidos según los proyectos de legitimación política.
   Para radicalizar esta desustancialización del concepto de patrimonio nacional hay que cuestionar esa hipótesis central del tradicionalismo según la cual la identidad cultural se apoya en un patrimonio, constituido a través de dos movimientos: la ocupación de un territorio y la formación de colecciones. Tener una identidad sería, ante todo, tener un país, una ciudad o un barrio, una entidad donde todo lo compartido por los que habitan ese lugar se vuelve idéntico o intercambiable. En esos territorios la identidad se pone en escena, se celebra en las fiestas y se dramatiza también en los rituales cotidianos.
   Quienes no comparten constantemente ese territorio, ni lo habitan, ni tienen por lo tanto los mismos objetos y símbolos, los mismos rituales y costumbres, son los otros, los diferentes. Los que tienen otro escenario y una obra distinta para representar.
   Cuando se ocupa un territorio, el primer acto es apropiarse de sus tierras, frutos, minerales y, por supuesto, de los cuerpos de su gente, o al menos del producto de su fuerza de trabajo. A la inversa, la primera lucha de los nativos por recuperar su identidad pasa por rescatar esos bienes y colocarlos bajo su soberanía: es lo que ocurrió en las batallas de las independencias nacionales del siglo XIX y en las luchas posteriores contra intervenciones extranjeras.
   Una vez recuperado el patrimonio, o al menos una parte fundamental, la relación con el territorio vuelve a ser como antes: una relación natural. Puesto que se nación en esas tierras, en medio de ese paisaje, la identidad es algo indudable. Pero como a la vez se tiene memoria de lo perdido y reconquistado, se celebran y guardan los signos que lo evocan. La identidad tiene su santuario en los monumentos y museos; están en todas partes, pero se condensa en colecciones que reúnen lo esencial.
   Los monumentos presentan la colección de héroes, escenas y objetos fundadores. Se colocan en una plaza, un territorio público que no es de nadie en particular pero es de “todos”, de un conjunto social claramente delimitado, los que habitan el barrio, la ciudad o la nación. El territorio de la plaza o el museo se vuelve ceremonial por el hecho de contener los símbolos de la identidad, objetos y recuerdos de los mejores héroes y batallas, algo que ya no existe pero es guardado porque alude al origen y la esencia. Allí se conserva el modelo de la identidad, la versión auténtica.
   Por eso las colecciones patrimoniales son necesarias, las conmemoraciones renuevan la solidaridad afectiva, los monumentos y museos se justifican como lugares donde se reproduce el sentido que encontramos al vivir juntos. Hay que reconocer a los tradicionalistas haber servido para preservar el patrimonio, democratizar el acceso y el uso de los bienes culturales, en medio de la indiferencia de otros sectores o la agresión de “modernizadores” propios y extraños. Pero hoy resulta inverosímil e ineficiente la ideología en nombre de la cual se hacen casi siempre esas acciones: un humanismo que quiere reconciliar en las escuelas y los museos, en las campañas de difusión cultural, las tradiciones de clases y etnias escindidas fuera de esas instituciones.
   La versión liberal del tradicionalismo, pese a integrar más democráticamente que el autoritarismo conservador a los sectores sociales, no evita que el patrimonio sirva como lugar de complicidad. Disimula que los monumentos y museos son, con frecuencia, testimonios de la dominación más que de una apropiación justa y solidaria del espacio territorial y del tiempo histórico. Las marcas y los ritos que lo celebran hacen recordar aquella frase de Benjamin que dice que todo documento de cultura es siempre, de algún modo, un documento de barbarie.
   Aun en los casos en que las conmemoraciones no consagran la apropiación de los bienes de otros pueblos, ocultan la heterogeneidad y las divisiones de los hombres representados. Es raro que un ritual aluda en forma abierta a los conflictos entre etnias, clases y grupos. La historia de todas las sociedades muestra los ritos como dispositivos para neutralizar la heterogeneidad, reproducir autoritariamente el orden y las diferencias sociales. El rito se distingue de otras prácticas porque no se discute, no se puede cambiar ni cumplir a medias. Se cumple, y entonces uno ratifica su pertenencia a un orden, o se transgrede y uno queda excluido, fuera de la comunidad y de la comunión.



[1] En Culturas Híbridas, 1992.

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