Lenguaje e identidad en la era de consumo [1] (Fragmentos)
No podemos pensar sin lenguaje. ¿Qué es el mundo más allá del lenguaje? No hay manera de saberlo, no hay manera de pensarlo. Si algo no significa nada para el hombre, si no puede conceptualizarlo, sencillamente no existe. De ahí que algunos filósofos herederos del estructuralismo y la hermenéutica hayan llegado a sostener que el mundo es el lenguaje. Porque sin lenguaje no hay, ni siquiera, nada.
Dentro de ese mundo-lenguaje estamos, por supuesto, nosotros. Pensar en la propia identidad es hacer una pregunta: ¿quién soy? Y la única manera de responder esta pregunta es recurriendo al lenguaje. Es el lenguaje el que me va a permitir articular una unidad, la del narrador-personaje, con una pluralidad de sucesos, de actitudes que atribuyo al yo.
¿Quién soy? Soy aquello que puedo decir de mí. Y esta narración variará de acuerdo con mis interlocutores, con mis intereses; podrá ser más o menos consciente. En última instancia, podré, incluso, recurrir a otros para que hagan una traducción de mi propio lenguaje, para que me digan qué estoy diciendo de mí mismo sin advertirlo (¿es otra cosa que esto el psicoanálisis?).
A través de la narración construyo una historia, mi historia, en la que un pasado que decido me es propio converge en el presente y señala hacia el futuro. Si decir el mundo es hacer del caos algo ordenado, visible, experimentable, decir quién soy es tramar mi vida, darle un sentido. Y ese sentido surge del relato que puedo hacer de ella. En ese relato hay un protagonista, al que denomino yo, una trama, compuesta por la selección de acontecimientos significativos de una serie infinita de posibilidades, y una intriga, dada por las expectativas que la propia narración abre a la vez que acota.
Pero no hay una sola narración acerca de mí mismo, están también las que hacen los demás. Somos, también, lo que los otros dicen de nosotros. Las palabras de los otros nos marcan desde antes, incluso, de nacer. Cuando llegamos al mundo tenemos ya, esperándonos, un nombre (y aquellos a quienes desagrada su propio nombre saben hasta qué punto esa simple palabrita puede afectar una vida). A él se sumarán después apodos, títulos y otras calificaciones institucionales, sociales, políticas, etc. Las palabras de los otros son tan decisivas como las propias a la hora de pensar en la identidad. O tal vez, más decisivas. Porque toda reflexión que hagamos sobre nosotros mismos la haremos a partir de los juicios de los demás.
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